La primera teoría coherente que explicaba el origen de la vida la propuso en 1924 el bioquímico ruso Alexander Oparin. Se basaba en el conocimiento de las condiciones físico-químicas que reinaban en la Tierra hace 3.000 a 4.000 millones de años. Oparin postuló que, gracias a la energía aportada primordialmente por la radiación ultravioleta procedente del Sol y a las descargas eléctricas de las constantes tormentas, las pequeñas moléculas de los gases atmosféricos (H2O, CH4, NH3) dieron lugar a unas moléculas orgánicas llamadas prebióticas. Estas moléculas, cada vez más complejas, eran aminoácidos (elementos constituyentes de las proteínas) y ácidos nucleicos. Según Oparin, estas primeras moléculas quedarían atrapadas en las charcas de aguas poco profundas formadas en el litoral del océano primitivo. Al concentrarse, continuaron evolucionando y diversificándose.
Esta hipótesis inspiró las experiencias realizadas a principios de la década de 1950 por el estadounidense Stanley Miller, quien recreó en un balón de vidrio la supuesta atmósfera terrestre de hace unos 4.000 millones de años (es decir, una mezcla de CH4, NH3, H, H2S y vapor de agua). Sometió la mezcla a descargas eléctricas de 60.000 V que simulaban tormentas. Después de apenas una semana, Miller identificó en el balón varios compuestos orgánicos, en particular diversos aminoácidos, urea, ácido acético, formol, ácido cianhídrico (véase Cianuro de hidrógeno) y hasta azúcares, lípidos y alcoholes, moléculas complejas similares a aquellas cuya existencia había postulado Oparin.
Estas experiencias fueron retomadas por investigadores franceses que demostraron en 1980 que el medio más favorable para la formación de tales moléculas es una mezcla de metano, nitrógeno y vapor de agua.
Con excepción del agua, este medio se acerca mucho al de Titán, un gran satélite de Saturno en el que los especialistas de la NASA consideran que podría haber (o en el que podrían aparecer) formas rudimentarias de vida.